jueves, 23 de octubre de 2008

Marta llegó a tiempo


Marta llegaba tarde, como todas las mañanas. Caminaba deprisa mientras repasaba los casos que le ocuparían hasta las nueve de la noche, si no era más. Gimnasio? Cómo se iba apuntar a un gimnasio si no tenía tiempo ni para comer? Al doblar la esquina aceleró el paso como para compensar esa falta de ejercicio. Se sintió orgullosa de ir andando al trabajo, aunque en realidad sólo la separaban tres calles del edificio de oficinas. El ritmo acelerado hizo que tropezara y un zapato de tacón salió disparado. Maldijo por dentro mientras se recomponía pendiente de si alguien había visto la escena. En la calle sólo había un chico que desde la otra esquina caminaba en sentido contrario. Qué vergüenza, seguro que estaba riéndose de ella. Notó como se sonrojaba intentando pensar que no estaba mirando en ese momento. Iba acercándose, intentó escrutar su cara en busca de una respuesta. Él la miraba con curiosidad, lo había visto, seguro, pensaría que era una patosa. Quiso desaparecer, toda su seguridad se venía abajo con este tipo de cosas. Cuando por fin se cruzaron, los cincuenta metros le parecieron eternos, ella intentó esbozar una nerviosa sonrisa cargada de timidez. Sintió que se parecía más a una mueca.

Pedro caminaba por inercia, su cuerpo, separado ya de su mente, se deslizaba sobre la acera de manera independiente. No veía ni escuchaba nada de lo que pasaba a su alrededor, pendiente sólo de su mente y su vertiginoso funcionamiento. Sin embargo, sin saber cómo, le llamó la atención una chica que lo miraba caminando en sentido contrario. Le pareció que había emergido de la nada. Al llegar a su altura le sonrió. Le pareció una sonrisa preciosa, clara, limpia. Siguió caminando obligando a su cerebro a volver con lo que estaba. Entre los pensamientos, todos negativos, que le ocupaban, volvía a emerger la sonrisa. La desechaba una y otra vez. Pero ahí estaba de nuevo. Decidió dejarse llevar. Pensó en la última vez que alguien le había sonreído. Fue Raúl, su compañero de la facultad. Se lo encontró por la calle, hacía bastante tiempo, más de veinte años después de haber compartido con él los mejores años de su vida. Raúl estaba igual, un poco más delgado, bueno, en realidad había cambiado su físico, pero la voz era la misma. Esa voz que era su marca de identidad. La volvió a escuchar preguntándole por su vida, recordándole anécdotas de juventud y narrando su nueva realidad. Una pequeña casa, aunque después de haber compartido piso con cuatro compañeros le parecía inmensa, un trabajo mal pagado sin relación con su carrera y una mujer con la que no sabía aún si formalizaría la relación pero que le hacía sentirse bien. Y su sonrisa, que se fundió con la que acababa de ver. De la unión surgió otra, la de su hermana, la pequeña Inés a la que siempre tenía que proteger. Nunca pensó cuando eran pequeños que acabaría siendo policía. Era un completo desastre, no sabía nunca ni donde tenía la cabeza. Ahora dirigía un departamento con una docena de hombres a su cargo. Aún así lo llamaba cuando tenía que cambiar una bombilla en su casa o algún chico tenía un comportamiento de esos que sólo entienden los hombres. Él tenía que interpretarle los gestos y las palabras que ella describía con todo lujo de detalles. Hacía tiempo que Inés no sonreía. Caminando llegó a la puerta del gran edificio, casi no entendía cómo había llegado hasta allí. Abrió la puerta y con decisión pasó ante el conserje para que no le preguntara dónde iba. En el acero del ascensor apareció su cara, sobre ella de nuevo la sonrisa. Su cara sonriendo le provocó miedo, no se reconoció. Por qué le había sonreído, tal vez lo confundiera con otro. Pensó que le gustaría haber sido ese otro. Quizá otro le hubiera devuelto la sonrisa, quizá hubiera hablado con ella. Agitó su cabeza para apartar esos pensamientos y volver a los que le habían conducido allí, le pareció que le latía el cerebro. El ascensor emitió un pitido al llegar al último piso. Sobre las imágenes que se agolpaban en su mente, martirizándolo, volvía a emerger la sonrisa. Subió andando el último tramo de escaleras que llevaban a la azotea. Al abrir la puerta el aire frío le golpeó la cara. Se obligó de nuevo a pensar en lo que le había llevado allí, temblaba, la sonrisa desdibujó todo, la borró con insistencia y volvía a ocupar el primer término. Sobre ella vio la de Raúl, la de Ana, su ex compañera de trabajo, la del agradable señor que atendía el bar, la de las chicas de la tienda de ropa, la de Paco, su médico, la de… su cabeza no paraba de dar vueltas intentando borrarlas con la aplastante realidad, le resultaba imposible. Miró hacia abajo y recordó por qué estaba allí y las razones que lo habían llevado. La sonrisa, todas las sonrisas y detrás de ellas todas las personas. La cabeza ahora le daba mil vueltas. Sudaba. Esa gente estaba ahí, sonriendo, paralizándolo. Gritó. Se desplomó en el suelo de la terraza. Lloró de impotencia intentando borrar eras imágenes que se apoderaban de él.
Una eternidad después ya no le quedaban lágrimas.
De repente supo cómo hacer que Inés volviera a sonreír.

2 comentarios:

Jose dijo...

¿Y todo esto después de ver al Duque? No me quiero imaginar si, además de verlo, te hubiese comido los morros...

JAUME LÓPEZ I BRONCHUD dijo...

No hay nada que una sonrisa a tiempo no salve. Gracias por sonreírnos tan a menudo. Un beso, Jaumet