Era la misma puerta, la misma llave con la que había abierto tantas veces, pero comprendió que era diferente, ya nunca sería igual. Al cerrarla recordó como siempre se apoyaba de espaldas en ella al entrar como para evitar que el resto del mundo tumbase la puerta y entrase allí, a su rincón. Esta vez no lo hizo, necesitaría toda la compañía posible, no podía estar sola, no en este momento. Nunca creyó que esto acabaría así, no ha sufrido nada, le dijeron en el Hospital, pero... ¿y ella?, ella sí que había sufrido, mucho. El suelo estaba lleno de cajas vacías, se suponía que allí tenía que empaquetar su vida, ella cabía en esas cajas. Recordó el principio al ver los libros amontonados en el suelo, cuando se conocieron. Fue en la Facultad, las noches de café, confidencias, besos y leyes pasaron por su cabeza como una cuchilla afilada. Aquellas tardes contemplándose en sus ojos, los sueños, los proyectos, aquellos primeros encuentros urgentes, apasionados consumiendo el amor con la seguridad de que lo repondrían. Ella le amaba, le hacía sentirse especial, él la amaba, se lo había dicho muchas veces.
Se acercó a la estantería en la que se agolpaban las películas, las que tantas veces habían vivido juntos. Él le decía lo guapa que estaba en el cine, con esas luces parpadeando sobre su cara y con los ojos brillantes conteniendo alguna lágrima. Los cuadros descansaban en el suelo, aquella casa estaba decorada antes incluso de construirse, la habían soñado tantas veces juntos que sabían a la perfección donde iba cada mueble, cada accesorio, sabían incluso el color que reflejaría cada cuadro en las tardes nubladas. Aquella decoración fue cambiando con los años y sintió no guardar ninguno de aquellos primeros objetos para poder aferrarse ahora a ellos. Recordaba perfectamente el día que vio por primera vez la mesa del comedor, era esa, la que habían soñado, no pudo contener la excitación en todo el día hasta la llegada de él, lo tomó de la mano y volaron juntos hasta un gran escaparate. Allí estaba. Cuando al día siguiente la vio en su comedor lloró. Lloró las lágrimas que los sueños cumplidos dejan caer.
Al notar que volvía a emocionarse fue hasta el cajón de su tocador, de allí sacó una pequeña pulsera de plata escondida entre la ropa interior, era el primer regalo que él le hizo y en su reverso se podía leer: Gracias por estar a mi lado. Ella nunca dejó de estarlo.
Él terminó antes la carrera y comenzó a hacer prácticas en una multinacional que no tardó en ficharlo, aquel abogado joven, con talento y ambicioso era el tipo de persona que la empresa necesitaba. A ella le costó dos años más en los que se dedicó a respaldar su posición y amortiguar los golpes de la vida para que nada empañase su brillante carrera. Comenzó a trabajar en una correduría de seguros. Un trabajo a media jornada que le dejaba tiempo para ocuparse de su casa. Y para esperarlo. Se esforzó para que cada tarde fuera diferente, para que él siempre tuviera una motivación para llegar a casa. Él lo agradecía y ella era feliz. La trataba como a una reina, como su reina, a la que había coronado con palabras de amor, proyectos de futuro y con la promesa de un mundo para dos en el que nada más tendría cabida. No quisieron tener hijos, al menos por el momento, su carrera necesitaba de toda su atención. Su vida era común, le ayudaba con su trabajo y servía de vía de escape para sus frustraciones, su sonrisa y su cariño hacían que se olvidara del resto del mundo. Su dedicación le hizo ascender rápidamente y ella tuvo que amoldarse a su nueva situación, ahora era la compañera, nunca se casaron, de un importante ejecutivo. Los amigos, los lugares de reunión, hasta la ropa cambiaron, y ella se movía en aquel nuevo mundo tal y como él necesitaba. Aprendió a hablar de todo tipo de temas, se aficionó a deportes y hobbis que no había practicado en la vida. Se ejercitó para hacer inmenso cualquier pequeño gesto de él que expresara amor. Se convirtió en el complemento ideal, daba mucho y necesitaba muy poco, casi nada. Pero esos nadas comenzaron a desaparecer.
Vivian alquilados en aquel magnífico piso, él dijo que no era buen momento para comprar ya que la casa que ellos se merecían estaba por el momento fuera de su alcance y el mercado era inestable. Ahora ella no podía pagar el alquiler sola y tenía que abandonarla. Sus esfuerzos por cumplir todos los sueños comunes se concentraron en cumplir los de él y lo consiguió.
Un día, se descubrió mirándolo como a un ser extraño, quién era aquel hombre que se metía en su cama cada día y al que no conocía en lo más mínimo. El gran espejo de la habitación le dio la respuesta, aquella mujer, con esos ojos ya incapaces de derramar lágrimas de felicidad, no era ella.
No ha sufrido nada, las palabras del médico continuaban golpeando su cabeza. Un disparo, una muerte instantánea, había acabado con él. Y con ella. Sabía que ya nunca podría volver a tenerlo como antes. No quiso llevarse nada del piso, tan solo la pulsera de plata y un pañuelo. Con él envolvería el revolver cuando lo tirase al río.
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